Fragmento de la novela «Sartine y la guerra de los guaraníes» Edhasa, 2010. En la imagen, fuerte de Colonia del Sacramento (Uruguay)
Era casi un grog, pero allí a pesar de estar aderezado con una buena cantidad de limón, todavía le llamaban ron. Bendito licor que le permitía liberar el pensamiento de ataduras y malas conciencias. Luego supo que a las melancólicas canciones que iba desgranando con dulzura la rotunda holandesa del Bom Tesouro se les decía modinhas. Desde su mesa en la esquina, apoyado contra la húmeda pared de cascote, sostenido por el ron y el aroma de su larga pipa de espuma de mar, el intendente había alcanzado un estado similar a la felicidad sosegada que se experimenta cuando el mundo rueda en orden y a plena satisfacción. Acompañada por los sones de las mandolinas, la voz de la mesonera devenida en cantante arrastraba siseante la extraordinaria musicalidad del portugués con gracia y profundidad.
“Tu não te lembras da casinha
Pequenina
Onde o nosso amor nasceu»Le dio por pensar, entonces, que tal vez debiera hacer algo por su vida, por su futuro. Escribir siquiera a María Falcón, que era deliciosa y le quería bien. Pero siempre encontraba una excusa u otra para no hacerlo, otro trago de ron le ayudó a poner en claro aquello. Reconocía el valor de la letra, su capacidad para provocar actos, sabía —se dijo— que la virtud de la buena literatura era, en primera instancia, la música, después, sólo después, venía el remover de conciencias y la explosión de los sentidos. Y aún así no era suficiente, todos caminamos urgidos por las metáforas y el trabajo de orfebre, manoseando las palabras sin caer en la cuenta de lo poco que importan; aquí prima la realidad, lo único trascendente es vivir, tocar, palpar, oler, sentir la materia en la que se construyen las cosas, mientras todavía tengamos tacto. Lo demás es describir sombras reflejadas sobre la caverna del tiempo, soñar pieles y paisajes, lo demás es humo, no es nada. La vida, siempre la vida sobre el papel y los conceptos —se repitió casi susurrando—. Sartine sabía muy bien que nunca cambiaría un verso perfecto por la paz de aquel cafetín frente al Tirreno a la puesta del sol, así, a la vera eminente de Catalina Lassaletta, cuando le había hablado tal vez para siempre. Claro que su amor perdido iba, afortunadamente, diluyéndose en su ánimo y en su recuerdo. Para ello nada mejor que comprobar cada día lo ancho que era el mundo y la infinidad de bondades que podía ofrecer, por ejemplo, aquella cantante holandesa, de piernas eternas y finos tobillos. Al fin, había regresado aquella noche sólo por contemplarla de nuevo. Tal vez era demasiada hembra, una mujer muy grande, pero qué demonios, él también lo era y aquella dama extraña y perdida en el fin del mundo poseía una mirada verdiazul, de pupilas casi trasparentes, decididamente embriagadora.
El Bom Tesouro se había quedado vacío de parroquianos, apenas se dio cuenta, la holandesa dejó de cantar casi súbitamente y se acodó en la barra sujetando un porongo de yerba que le aclarase la garganta. El intendente creyó que, desafortunadamente, era ya tiempo de apurar su último ron y marcharse; pero una agria discusión entre la tabernera y su patrón, le animó a prolongar un poco más su estancia por ver en que paraba aquello, o mucho se equivocaba o la discusión tenía algo que ver con su presencia allí, tal vez, sólo tal vez, la cantante había reparado en él, con su aspecto un punto inquietante, de lobo solitario al acecho de lo que el río revuelto le pudiese traer.
“Ven, él no es mi dueño”, le pareció entender que le decía en aquel exótico portugués suyo, mientras le tomó la mano con delicadeza para sacarlo de allí. Caminaron en silencio a través de las quedas calles de Colonia, Sartine quiso decirle algo, tan sólo unas palabras que pudiesen confirmarle que la deseaba, que justificasen su presencia allí, pero ella no parecía necesitarlas, le abrazó fuerte la cintura, apretó su mejilla contra el pecho del intendente y le indicó la entrada de una casita de adobe pintada de colorado. Más tarde, perdido en su pecho suave y generoso, abandonado ya a los sentidos, el intendente entonó las palabras que siempre surgían de sí de forma espontánea, como una plegaria o un motete mil veces repetido: “me has salvado la vida”, ella sonrió y le besó de nuevo en los labios.
Filed under: Las aventuras de Nicolás Sartine, Notas breves, Sartine y la guerra de los guaraníes | Tagged: Edhasa, Juan Granados, Sartine y la guerra de los guaraníes | 3 Comments »