Memoria de la diletancia en tiempos de peste


Tal vez convenga recordar en tiempos convulsos que en general, la intelectualidad occidental de la postguerra y el “pánico nuclear” semejaba también navegar en un mar de contradicciones, remisa a la hora de condenar las noticias que llegaban de las generalmente crípticas tierras comunistas. Entonces era la Unión Soviética, ahora Venezuela. Cuenta Romanelli (2008) el célebre aserto de Pier Paolo Passolini que aseguraba que los intelectuales italianos profesaban su fe en dos “iglesias” la católica y la comunista. Una especie de creencia laica según la cual la izquierda, hiciese lo que hiciese, no se podía equivocar, tal como glosó en su día el siempre polémico Jean François Revel en El conocimiento inútil -somos una sociedad del conocimiento, pero no parece que queramos utilizarlo en realidad-(1988). Muchos recordarán como los grandes santones de la intelectualidad occidental, desde Jean Paul Sartre, Antonio Gramsci o Herbert Marcuse a Noam Chomsky, casi siempre expresaron una evidente conmiseración, cuando no aplauso, con y por las políticas de la izquierda radical, a la vez que criticaban duramente los actos y la ideología capitalista y “explotadora” de los gobiernos occidentales. En palabras de Raymond Aron, la intelligentsia -palabra de origen ruso o polaco que significa algo así como “conjunto de jóvenes intelectuales rebeldes y con capacidad de influencia”-vivía muy confortablemente admirando los hechos de Mao o Fidel Castro desde sus mullidas butacas de la Sorbona o de Berkeley:

“Mi edad me concede el privilegio de evocar un tiempo ya pasado, el de los años treinta y los marxistas de Fráncfort. Estos ya mezclaban a Marx con Freud, denunciaban infatigablemente la República de Weimar, tan débil, tan amenazada, que no les parecía digna de sobrevivir. Cuando llegó la hora de Hitler, ellos, que atacaban a la sociedad capitalista incluso con mayor severidad que a la sociedad soviética, no vacilaron: fue en Nueva York o en California, y no en Moscú ni en Leningrado, donde prosiguieron, fieles al marxismo de su juventud, la crítica implacable del orden liberal”.

Claro que, como afirmaba el aforismo acuñado por el escritor y periodista Jean Daniel, para todo intelectual “siempre será mejor estar equivocado con Sartre que en lo cierto con Aron». El peso del monismo, de la ideología; ¿cuántas veces más habrá de advertirse para que lo comprendamos? En plena guerra mundial, a George Orwell (1903-1950) le costó Dios y ayuda que Rebelión en la Granja viese la luz. No es que su hilarante crítica al sistema soviético fuese directamente censurada, fue algo peor, no alcanzó el interés de ningún editor “decente” porque para la intelectualidad británica la puesta en cuestión de la triunfante izquierda antifascista no tenía cabida en su pensamiento, había cosas que no se podían decir, la llamada mala conciencia pequeñoburguesa impedía censurar a la vanguardia ideológica que representaba el valiente camarada Stalin. Hacer lo contrario supondría, cuando menos, ser tachado de reaccionario e insensible imperialista, carne de capital, uno más de los miserables hijos de Monipodio. Al fin, como aseguraba el lema corregido que procuraba embellecer el frontispicio de la antigua granja Manor, luego bautizada por los gorrinos que la habían tomado por revolucionario asalto como la feliz e industriosa “Animal Farm”: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”.

Publicada en 1947, Rebelión en la granja, la sátira contra el totalitarismo de George Orwell, analiza, quizás como nadie, lo que ocurre con el poder cuando éste se perpetúa a sí mismo; toda una alegoría en torno a la condición humana.

Ni las purgas y los gulags estalinistas, ni los sucesos de Hungría en 1956, ni la Primavera de Praga de 1968, parecieron empañar siquiera mínimamente su rendida afección por el socialismo real. ¿Cómo no recordar aquí -por significativa- la célebre polémica sostenida en las páginas de la revista Les Temps Modernes entre Albert Camus y Jean Paul Sartre? Ambos existencialistas y de izquierda, aunque Camus siempre rechazó ser tildado de existencialista, les separaba un matiz evidente; para Camus no era posible silenciar los excesos del socialismo autoritario; por ejemplo, la existencia de los campos de concentración estalinistas. Para Sartre, aquello era una traición “moralista” que hacía el caldo gordo al verdadero enemigo que era el capitalismo burgués, así de simple. Camus se quejaba amargamente en 1952 de la crítica que en la revista citada había hecho Francis Jeanson de su obra L’homme revolté (el hombre rebelde), en su opinión, una especie de “venganza literaria” dirigida por Sartre contra sus críticas a la represión estalinista. La respuesta de Sartre, para quien “todo anticomunista es un perro rabioso”, fue realmente vehemente e inequívoca, dedicándole a su viejo camarada párrafos tan sonoros como el siguiente:

«La existencia de estos campos puede indignarnos, causarnos horror; pueden obsesionarnos, pero ¿por qué habrían de embarazarnos?… Creo inadmisibles esos campos; ¡pero tan inadmisibles como el uso que, día tras día, hace de ellos la prensa llamada burguesa! Yo no digo el malgache antes que el turcomano; digo que no hay que explotar los sufrimientos infligidos a los turcomanos para justificar los que hacemos soportar a los malgaches». Y terminaba: «Usted condena al proletariado europeo, porque no ha reprobado públicamente a los soviets, pero también condena a los gobiernos de Europa porque admitirán a España en la Unesco; en este caso, sólo veo una solución para usted: las Galápagos. En cambio, a mí, al contrario, me parece que la única manera de acudir en ayuda de los esclavos de allá es tomando el partido de los de aquí».

En parecidos términos se expresaba su compañera Simone de Beauvoir:


“Completamente indiferentes a los 40,000 muertos en Sétif, a los 80,000 malgaches asesinados, al hambre y la misera de Argelia, a los pueblos incendiados de Indochina, a los griegos que agonizaban en los campos, a los españoles fusilados por Franco, los corazones burgueses súbitamente se partieron ante las desgracias de los prisioneros soviéticos”

 (La fuerza de las cosas)

Fotografía tomada en 1960 por el conocido fotógrafo de la Revolución Cubana Alberto Korda, de la entrevista celebrada ese año en la Habana entre Simone de Beauvoir, Jean Paul Sartre y Ernesto Ché Guevara. Las posturas políticas de la pareja Beauvoir-Sartre, eran entonces de nítido apoyo a la Revolución castrista.

Puede parecer una polémica de patio de colegio, centrada en el inútil “y tú más”, pero lo cierto es que la dialéctica intelectual marxista funcionaba, y sin duda aun funciona, exactamente así. Es decir, el comunismo real cometía errores flagrantes, pero eso no invalidaba en absoluto el ideal al que se rendía culto, esto es, la legitimidad de la lucha de clases y el materialismo histórico como tesis explicativa básica del devenir humano, lo demás era un sentimental moralismo que ofrecía cobertura a la alienante explotación del hombre por el hombre. Alguien llamo a aquello “mandarinismo intelectual”, pues se dijese lo que se dijese, aparentaba ser comúnmente aceptado.

Por lo demás, un occidente casi globalmente regido por un binomio formado por conservadores y socialdemócratas, sobre todo en lo que al viejo continente se refiere, aceptaba con complacencia las travesuras y boutades de la intelectualidad oficialmente reconocida, para crecer de forma económicamente satisfactoria en el desarrollo del estado del bienestar. Al menos esto no se podía negar, en occidente se vivía significativamente mejor, la presión permanente de la población proveniente del socialismo sobre las fronteras occidentales representaba el mejor testimonio de todo ello, el muro de Berlín, como una suerte de inútil puerta puesta al campo, estaba allí para atestiguarlo, los sitiados bajo el bloqueo berlinés, vivían mucho mas confortablemente que sus sitiadores.

En este contexto, solo unos cuantos parecían mantener cierta disidencia puramente liberal, lo que en algunos casos significaba simplemente llamar a las cosas por su nombre tratando de reflejar los datos que las cifras macroeconómicas y la misma historia estaban proporcionando a quien quería observar con cierta distancia o desapasionamiento. Huelga decir que en general no lograron en vida grandes adhesiones, parecían destinados, como ya se ha apuntado, a “vencer sin convencer”. Tal es el caso de Karl Popper o Raymond Aron.

Aron, compañero de pupitre en la École Normale de Jean Paul Sartre, siempre mantuvo una intensa polémica con su antiguo camarada –El comunismo es una versión degradada del mensaje occidental. Retiene su ambición de conquistar la naturaleza y mejorar el destino de los humildes, pero sacrifica lo que fue y tiene que seguir siendo el corazón mismo de la aventura humana: la libertad de investigación, la libertad de controversia, la libertad de crítica, y el voto– afirmaba ante el natural disgusto de Sartre. Mas aun, en un célebre capítulo de El opio de los intelectuales titulado “Hombres de Iglesia y hombre de fe”, juzga a la izquierda comunista, también, claro es, a los existencialistas como Merleau-Ponty, Beauvoir o el propio Sartre, como profesos de una religión secular, incluida su propia historia sagrada y su propia Inquisición.  Para Aron “el fin de la Historia”, en el caso comunista la sociedad sin clases, cuando no exista mas la explotación del hombre por el hombre, es una idea religiosa y además simplista. 

Aron, solo parecía preocuparse de mantener incólume su honestidad intelectual, mientras “todos los demás” habitualmente reunidos en los coquetos cafés de Saint-Germani-des-Prés, léase Sartre, Simone de Beauvoir, el brillante estructuralista Louis Althusser, Michel Foucault, y un enorme etcétera, se entregaban a la causa con manifiestos, conferencias y enardecidas visitas a las barricadas fabricadas por los estudiantes del mayo del 68, liderados por Daniel Cohn-Bendit, hoy aburguesado político en la confortable estela de Bruselas.

En opinión de Aron, la generalidad del electorado francés sabía distinguir el paroxismo fou formado por una suerte diversa de fidelistas, maoístas, trotskistas, “marcusianos”, guevaristas, etc, con la realidad de las cosas, que no era otra que el progreso alcanzado en el seno de las democracias liberales, que habían demostrado que “no hay incompatibilidad alguna entre las libertades y la riqueza, entre los mecanismos del mercado y la elevación del nivel de vida: por el contrario los mas altos niveles de vida los han alcanzado los países que tienen democracia política y una economía relativamente libre”. (De quoi disputent les Nations). Tal parece que al final el discreto discurrir del pensamiento de Raymond Aron ha envejecido mucho mejor que los estupendos fuegos de artificio de Jean Paul Sartre, el “segundo de su clase” en la escuela Normal, el primero siempre fue Aron.

Una respuesta

  1. […] La mayoría de la gente cree que es justa, virtuosa y moralmente superior a la mayoría. Estas creencias merecen ser ampliamente estudiadas porque, a diferencia de otro tipo de ilusiones positivas, las creencias morales contribuyen a la gravedad de los conflictos humanos. ¿Quién posee un criterio que realmente le otorgue superiodad moral? ¿La derecha? ¿La izquierda? ¿El centro? Cuando dos bandos opuestos están convencidos de su propia virtud, la escalada de violencia es más probable y las probabilidades de resolución del conflicto menor. No se trata de ver quién tiene razón sino de ver quién gana a quien. La obsesión con la rectitud (que conduce inevitablemente a la arrogancia) es lo normal en la condición humana. Es característico de nuestro diseño evolutivo, no un error que se infiltró en mentes que de otro modo hubiesen sido objetivas y racionales. Aunque como diría el escritor y periodista Jean Daniel: “Mejor estar equivocado con Sartre que en lo cierto con Raymond Aron“. […]

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